jueves, 19 de marzo de 2009

Madrid. Calle de Lagasca 1945/2007


En días luminosos de invierno paseo por Madrid, que es mi pueblo, y según sean los lugares de esta querida ciudad en los que me voy adentrando, me vienen a las mientes diversas sensaciones algunas de las cuales merecen una descripción lo más precisa posible, especialmente las que se presentan de forma recurrente.
Tiene que ser un día claro, con ese sol radiante que ilumina las mañanas de invierno en esta ciudad repleta de esquinas que ocultan cada una un trozo del pasado,pero no vale cualquier esquina pues la excitación, dolorosa o placentera, aparece sólo en determinados lugares que guardan documentos visuales, sonoros u olfativos de muy poderosa capacidad evocadora. Dónde y cómo guarden este archivo de memoria es algo que ignoro y está bien que así sea pues lo inesperado de la aparición de estas sensaciones aporta un interés añadido al fenómeno.
El caso es que al atravesar aquella calle el recorrido cotidiano se transforma, las luces cambian de improviso y tengo la impresión de estar en otro lugar, en otra ciudad, viviendo otra vida ajena por completo y desconocida. Ni siquiera soy yo mismo, soy otro que recuerda otras cosas, otros momentos y otra vida que no es la mía. Vivo en otra casa rodeado de unas personas que deben formar parte de esos recuerdos implantados que siempre he sospechado que me habitan.
No son mis familiares pero se comportan como si fueran mi mujer, mis hijos y algún pariente lejano que vive con nosotros. Alzo la vista hacia aquel balcón y a través de los cristales contemplo la vida cotidiana transcurrir en el interior de esa vivienda que no es la mía pero que podría haberlo sido. Aparece un sentimiento de dolorosa pérdida, una indefinible nostalgia en la que se mezclan momentos que considero reales y ya vividos con otros que parecen haber estado dentro de mí desde siempre, pero “yo ya no soy yo ni mi casa es ya mi casa” (sic)

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