martes, 10 de mayo de 2016

El sótano de la Cava Baja


Ayer a media tarde, bajé al sótano como de costumbre, para recoger los carteles que anuncian las actuaciones de la noche, encender la estufa de butano que caldea el ambiente y poner música.
Manolo no había llegado, Ángel vendría más tarde pues tenía la peluquería llena de gente y Ricardo preparaba en casa su examen del lunes.
Además, ahora que me doy cuenta, han pasado treinta y seis años y los tres están muertos.
De modo que estaría solo al menos una hora.
Estaba apilando unas cajas de cerveza en el pequeño almacén para la intendencia que hace las veces de camerino para los artistas y de despacho, cuando un ruido de pisadas, que en realidad era apenas audible, me hizo volver la mirada hacia la escalera que sube hasta la planta de arriba.

-¿Eres tú , Manolo?

Nadie contestó pero cesó de improviso el ruido de pasos.
Yo siempre estoy esperando horrores cotidianos de modo que ya sé dos cosas : en primer lugar que dentro de otros treinta años, un titular de prensa dará cuenta de mi exposición de entonces con el título de “Horrores de andar por casa”
y además que sin duda sucedería lo peor. Esto es así porque  en el continuo espacio-temporal se desarrollan todos los eventos físicos del Universo, de acuerdo con la teoría de la relatividad.  Y por lo demás es solo un modelo matemático, una entelequia curvilínea. O sea, a lo que íbamos, aquella tarde me dije : un espíritu viene a asesinarme con una soga de cáñamo.
Terminé apresuradamente de colocar las cervezas y salí del almacenillo al tiempo que un golpe de viento helado me azotaba el rostro abriéndose paso a través del áspero olor a humedad y tabaco rancio que impregnaba entonces el sótano de la Cava Baja. El muerto, volví a decirme, quiere aterrorizarme antes de acabar conmigo. Intenté gritar para que la portera me oyera pero imaginé que estaría enseñándole el ático a Basilio Martín Patino que últimamente se había interesado por alquilarlo para Obdulia. De todas formas hubiera sido inútil, me había quedado sin voz y unas agujas de hielo se clavaban en mi garganta paralizando mis cuerdas vocales con un dolor insoportable.
De nuevo las pisadas retumbaron al golpear los escalones huecos de madera, alguien bajaba lentamente precedido por el viento frío y áspero.
Empecé a experimentar un pánico mortal pues la cortinilla de rayas verdes y negras que colgaba al final de la escalera, se movía plegándose en una arruga, que me pareció el rictus de un ahorcado, y me dajaba ver una mano peluda como la de un simio cuyos dedos terminaban en poderosas garras depredadoras.
Es un monstruo, me dije una vez más, el muerto que va a asesinarme es un monstruo y estoy seguro de que le huele el aliento.
Lo que colmó después mi espanto fue comprobar que la mano no precedía a ningún brazo colosal, no era el  apéndice que precedía a un cuerpo de hiena rabiosa, grifo, esfinge moribunda o nosferatu ávido de sangre, era solo una mano cuya insoportable fealdad terminaba poco más arriba de la muñeca.
Intenté por segunda vez articular un alarido de terror, sin duda lo más adecuado en esos momentos, y quién sabe si, de haberlo conseguido , hubiera podido alertar al vecino del primer piso tan malhumoradamente acostumbrado a los gritos , risotadas y espontáneas muestras de júbilo en las noches de la cueva, pero tuve que resignarme a la afonía y el agarrotamiento irreversible de mi garganta.
La mano se aproximó balanceándose en el aire de una forma siniestra, retorciendo los dedos que aprisionaban el aire enrarecido del sótano mientras mi espanto , ya próximo al delirio, a punto estuvo de colapsar mis sentidos si la sorpresa no hubiera al fin superado al horror.
Ante mi asombro sonó entonces en el silencio del sótano algo parecido a un gorgoteo y comprobé cómo aquella garra deforme comenzaba a hablarme con fuerte acento rumano.

Se presentó como la mano izquierda de Polmiar Popescu, inmigrante centroeuropeo procedente de la Transilvania rumana y antiguo empleado del establecimiento de  Pompas Fúnebres cuyas dependencias, me dijo, sabrá usted que en este mismo local tuvieron su sede ya hace más de cuarenta años. Mano izquierda, añadió, lamentablemente separada del brazo a causa de un desgraciado accidente con la tapa de un ataúd.
Cuando me encontraba apenas recuperado de mi espanto e intentaba preguntar a la mano el porqué de su llegada a nuestro local, una voz de acentos sepulcrales me sumieron de nuevo en el paroxismo.

-¡Es mentira!, ¡Usted no debe  escuchar a este imbécil!
 Yo estoy también aquí y tengo algo que decir al respecto.

No vi a nadie, miré por todos los rincones del sótano pero no vi a nadie. No, no lo he soñado y supe que Manolo no iba a llegar porque ya estaba muerto. El tiempo se había curvado una vez más en el interior de la cueva y Ángel no peinaría más a sus antiguas clientas, ni Ricardo, que había aprobado el examen de aquel lunes, podría volver a levantarse en la soledad de su apartamento donde le habían encontrado un mes después de su fallecimiento.
Estoy solo aquí, con esta mano y estas voces que suenan también solas en la atmósfera oscura del sótano de la Cava Baja.
La mano se acercó entonces y con emocionante sinceridad me confesó que era cierto, que Polmiar Popescu estaba también entre nosotros. Que, como ya sabía Juan García Atienza, este era un lugar mágico, uno de los muchos que se habían encontrado sobre la antigua muralla árabe de Madrid que discurría bajo nuestros pies.

 -Es solo un ectoplasma, me dijo la mano, lo que naturalmente dificulta su localización.
Efectivamente, el ectoplasma de Popescu siguió gritando desaforadamente y acusaba a su propia mano de abandonarle en los momentos más difíciles.
Estaban todos muertos menos la mano, puede que yo también estuviera muerto sin darme cuenta, tal cosa ya hemos visto que sucede , lo hemos visto en el cine y lo hemos leído en algunas novelas góticas como Alraune que Fede había leído y me había recomendado.
Pero Fede también estaba muerto y cómo recuerdo, qué bien lo recuerdo, cuando leyó en aquellas sesiones de relatos en la cueva, algunos episodios de Las noches lúgubres, de Alfonso Sastre. Como aquella terrible que leyó el último día:

Me dirijo a la Cruz Roja Internacional. He sido torturado hasta el punto de que me encuentro en peligro de muerte. Si sobrevivo denunciaré estos hechos.
Hoy he sabido que van a someterme a una operación quirúrgica. He sabido también que el cirujano que va a operarme es uno de mis torturadores.
Si alguien encuentra este papel, hágalo llegar a su destino. ¡Es una petición de socorro!.


Esta era entonces una de esas noches lúgubres en la que todos estábamos muertos y el ectoplasma de Polmiar Popescu seguía gritando.
Pregunté porqué lo seguía haciendo y la mano se adelantó y me dijo que Popescu era, incluso como ectoplasma, un hombre  pundonoroso y pues esa noche venía a pedirme algo, no quería presentarse ante mí sin mano.

Del horror al desconcierto y de éste a la más absoluta perplejidad, mis emociones acabarían con mi ritmo cardíaco de no cesar esta desmesurada situación.

La mano me dijo que Popescu había bajado aquí esta tarde pues le habían hablado de nuestras veladas literarias de los miércoles. Se lo había comentado Rosa Montero que había leído poemas surrealistas con Forges.
Es cierto, yo estaba también, pensé, recuerdo aquella noche. Pero aquello resultó festivo, no fue doloroso.

Popescu, es decir su ectoplasma, quería leer un poema de Antonin Artaud dedicado a Vincent Van Gogh. Pero considerando que los dos estaban muertos hacía mucho espacio-tiempo, uno a causa de un cáncer de colon y otro prácticamente de un viejo disparo bajo lo cuervos del trigal, deseaba leerlo él.

Respiré profundamente y les aseguré al ectoplasma rumano y a su mano que con toda seguridad leería su poema y que incluso trataríamos de buscarle un acompañamiento musical. Que ya hablaría yo con Javi López de Guereña  para que viniera el próximo miércoles. Que ya sabía yo que Javi estaba vivo.