Quiere una tradición no contrastada y de dudoso
origen, que habiendo sido reclutado el escritor y periodista Rafael Fraguas de Pablo por una partida
revolucionaria de chisperos y
manolos en el Madrid invadido por las tropas imperiales francesas, le fue
ordenado el secuestro y retención del Emperador en un domicilio secreto que
puso a su disposición la duquesa Onésima Stanhome, sobrina carnal del general
Jean-Andoche Junot que era una antigua “sans culotte” resentida.
Informado por un propio acerca de la presencia
aquella noche de Napoleón en el Teatro de Los Caños del Peral y obedeciendo de
buen grado las indicaciones de la célula, Fraguas espera la salida del
Emperador oculto en un portal en los aledaños del tabladillo. Al terminar el
primer acto de la función y en el momento propicio en el que Bonaparte sale a
orinar en la plaza, cae sobre el desprevenido corso, en una hábil maniobra llevada a cabo con nocturnidad pero sin alevosía y con ayuda de dos serenos
armados con chuzos de punta (a la bayoneta calada), reduce a Napoleón sin daños físicos de
consideración. Ciegamente existiendo, ciegamente afirmando, como un pulso
que golpea las tinieblas(sic), el Emperador mira de
frente los vertiginosos ojos de la muerte(sic) pero
Fraguas, misericordioso, se limita a maniatar al tirano y conducirlo luego
luego hasta el lugar convenido.
Tras una sigilosa marcha por entre las sombras
de la noche, más allá de Chamartín de la Rosa, donde reina, aparte de Fernando
VII, un silencio sepulcral, los secuestradores llegan a un paraje que dicen de
Las Cuatro Fanegas donde, flanqueado por un frondoso pinar que también dicen
del Rey, se alza un palacete de Estilo Imperio propiedad de la duquesa
Stanhome.
Todo está preparado para llevar a cabo el
enclaustramiento de Bonaparte, cuando un fámulo de librea y calzón corto,
atendiendo a los apremiantes aldabonazos, hace girar los goznes de la pesada
puerta de nogal franqueando el paso a la comitiva.
Con la cabeza cubierta con oscuro paño buriel, Bonaparte, ultrajado pero insumiso, se revuelve ante el oprobio, manotea,
maldice en gabacho y amenaza. Todo es inútil pues el escritor y sus secuaces no aflojan las
ligaduras en evitación de mayores desaguisados. Sobresaltada por el alboroto,
la duquesa acude flanqueada por dos camareras, una esclava nubia y un doméstico núbil, nativo de
Socuéllamos, a quien ordena que
señale el habitáculo reservado
para el ilustre cautivo.
Oculta en el interior de la escalera del palacete
por donde bajan habitualmente la esclava nubia y algunas huéspedes ilustres, se ha habilitado una estrecha mazmorra sin
cabezada en la que se ha dispuesto un jergón de paja, una jofaina y un orinal
de loza que constituyen los únicos elementos de descanso, aseo y alivio
corporal del reo.
Bajo el suelo del salón y cubierto
por una tarima en taracea de pino
mélix, se ha habilitado una suerte de aljibe o cisterna practicable a través de un mecanismo disimulado en el interior de la chimenea.
Quiere la tradición que en días alternos, el
escritor saca al Emperador de su encierro y sujeto con una estórdiga de cuero
cordobán, le permitirá un breve baño relajante.
Esta incómoda situación se prolonga por espacio
de varios días hasta el momento en el que el Efecto Retroactivo sale del
arcón donde habitualmente se aloja y, tras beber su dosis diaria en el aljibe,
restituye las coordenadas espacio-temporales poniendo a cada uno en su sitio.
Dicen quienes asistieron a los acontecimientos
que el escritor volvió a materializarse en el Campo del Moro continuando su
paseo dominical mientras reflexionaba acerca de su próximo libro en preparación
que versaría sobre los personajes e historias de la ciudad e interesando a
prácticamente todos los sentidos.
Así se escribe la historia.
Honorato Esperandieu Fernández-Chutney
De la Real Academia de Bellas Letras de
Socuéllamos
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