martes, 23 de marzo de 2010

La ascensión al monte El Corvo 1.


Cogito, ergo sum



Capítulo 1/1
Modengen.

En aquellos primeros meses de universidad, mezclados los mayores con los jóvenes, el profesor de Ética, don Eugenio Alba y Dulín, se interesó varias veces por mis conocimientos y por los de los otros tardíos, recomendándonos lecturas concretas para que nos resultara más fácil entender lo que él explicaba, que eran cosas y conceptos que siempre estaban llenos de referencias a autores y libros que generalmente no conocíamos. Aquél otoño del curso 1986/87 me lo pasé leyendo de todo, y perdiéndome muy agobiada en todos los textos que resultaban ser pozos sin fondo; y estando yo así con las cosas muy revueltas me diagnosticaron un brote de agorafobia porque me sentía tan sola y pequeña en la inmensidad insondable que comenzaron a darme pánico los grandes espacios del campus e incluso caminar a la orilla del Ebro si no iba con alguien cogidita del brazo. Tuve pesadillas en las que las nubes del cielo se me derrumbaban sobre la cama y me axfisiaban, o soñaba desesperadamente que me caía al Ebro y que la corriente me arrastraba al centro del río desde el que no se veían las orillas, porque el Ebro parecía la desembocadura del Paraná, de decenas de kilómetros a lo ancho. Cosas así. En todos aquellos sueños yo era pequeña e impotente y siempre me hallaba en el centro de un mundo gigantesco que se movía rápido.
Como era evidente que mi neurosis era consecuencia directa de haber cambiado tan radicalmente de vida y que por ello me tenía que enfrentar a situaciones tan complejas, la forma de afrontarla no fue difícil, aunque resultó muy trabajosa. Aún no conocía a Alicia, porque de haberla conocido sin duda hubiera sido todo mucho más fácil.
Antes de matricularme en la universidad para mayores, aprovechando una oferta de jubilación anticipada, había dejado de forma definitiva mi trabajo de funcionaria en el Cuerpo de Correos y Telégrafos. Acababa de morir mi madre y había heredado algún dinerito y dos pisos hermosos. Así que puse uno en alquiler y vendí el otro. Yo acababa de cumplir los cincuenta y muchos y consideré que podría vivir estupendamente de las rentas y hacer algo que siempre me había gustado mucho, estudiar filosofía.


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Colmari.

En realidad, lo que yo había querido siempre era estudiar algo, casi lo que fuera, por llegar al fondo de alguna cosa, lo que sería. Seguramente era un deseo que se venía de mi secreto agnosticismo impenetrable, tan contradictorio para alguien que, como yo, seguía acudiendo a misa regularmente y respetaba vagamente -siempre de puertas afuera- las pautas que me marcaba mi confesor y director espiritual, el pobre don Luis, coadjutor de la concatedral de La Redonda. Al haberme quedado soltera, cuidando siempre de mi madre (que era como un pajarillo inocente, aunque con muy mal genio), y siendo mi vida tan ordenada o predestinada, los problemas eran sólo problemillas y, los que hubiera los solventaba absolutamente al margen de Los Mandamientos y de las escrituras evangélicas, aunque no tuve nunca que asesinar a nadie, por poner un ejemplo, por más que lo hubiera hecho encantada y sin remordimiento alguno, lo único que me detuvo siempre en las cuestiones pecaminosas fueron las consecuencias que hubiera debido pagar en este mundo, ya que del otro mundo nunca consideré ni siquiera su existencia.
Así que como era mucho más fácil seguir aparentando ser una solterona recalcitrante, buena persona y cumplidora, seguí con mi papel (lo hacía estupendamente y sin darme cuenta) hasta que me asaltó el miedo a todo, no sé si a consecuencia de mis lecturas y nuevas compañías y conocimientos, o es que tenía que ser así, más tarde o más pronto, ya que casi todos nos caemos del caballo al menos una vez en la vida a no ser que la vida se nos acabe de pronto sin que tendríamos el pálpito de que fuera a suceder así.
Recuerdo que el primer escalofrío, seguido de un mareo repentino, frío y calor a un tiempo, y un profundo horror sin motivo, me sobrevino estando sentada en el centro de la hierba, a miles de kilómetros de cualquier cosa o persona, según me pareció cuando arranqué a sudar como una loca, incapaz de levantarme o de moverme siquiera. Cuando me repuse levemente señalé en el libro la frase que de alguna manera me pareció responsable de mi estado y que decía así: Para dar un ejemplo de las diferentes conclusiones que pueden extraerse del mismo material, Cornford adujo en favor de una datación temprana que “ningún escritor posterior podría haber evitado el influjo del mismo Platón y en particular del Timeo”. Para Festugière el extracto evidencia una ordenación del material cuyo “origen es exactamente el Timeo”.
Ahí empezaron los mareos y los miedos a la infinitud del mundo y el espacio. También supe que, mejor antes que después, debería apostatar.




Noscete ipsum


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Dineonac.

La verdad es que, a pesar de ver tan claro que para poder seguir la vida sin chalarme completamente debía romper radicalmente con todo lo religioso que presidía mi mente a machamartillo y con ello los vagos pensamientos de fundamento mítico -aunque estaban en mí de modo más decorativo u ornamental que estructural-, a pesar de estar segura de que para no tener que seguir fingiendo debía comunicar al mundo mi renuncia al bautismo y a la fe en Cristo, lo fui dejando hasta que hace bien poco, ya con Alicia, celebramos por fin una ceremonia civil de la aceptación de la apostasía (tras el mal trago en la parroquia, más que nada por don Luis, que no entendía nada), con ropa nueva para el evento, pasteles y vino. Invité a algunas amigas de las antiguas, pero no vino ninguna, sólo acudió gente de la universidad y algunos otros nuevos amigos.
Pero volviendo al principio: En las navidades de 1986, Urbano Candeño y Koldo Espinosa, especialistas en psiquiatría y psicología respectivamente, me recomendaron una serie de acciones o actividades que ayudarían mi retorno al mundo de los cuerdos, o al menos, de los chalados tranquilos. Entre las acciones físicas que debiera acometer para mejorar mi estado me recomendaron la práctica deportiva, cosa para mí entonces impensable y, entre otras cosas que ahora no recuerdo, me aconsejaron llevar una vida sexual sana y satisfactoria. Y esto sí que me pareció de otro mundo, tanto que con sólo oírselo a Koldo me dieron los siete males de Timeo, con Cornford y Festugière mirando y Platón fisgando y reconviniendo que si esto que si aquello, hablando por boca de ganso, como siempre. Me puse fatal. No es que me importara contar a los cincuenta y tantos cosas sobre mi vida sexual hasta ese momento sin que me diera la risa nerviosa, no era eso (ya tenía la práctica de contarlo en confesionario pormenorizadamente y con un cierto regusto), sino que yo creía que a mi edad lo del sexo no era o debía ser sino un mal recuerdo mal recordado. Aparte de algunas masturbaciones de adolescente, cuya responsabilidad siempre se la endilgué al maligno que gustaba de enredarse entre mis bragas, tuve escasas experiencias -a pesar de que Alicia no se lo puede creer y no se lo cree-, y las olvidaba pronto, según me las confesaba. Tuve un novio fotógrafo, y en las traseras de su estudio me penetró muchas veces, hasta que un día descubrí que no sólo él podía tener un orgasmo, sino que también lo podía tener yo, pero no con él. Mi primer orgasmo brutal fue con un curita vasco que estaba apartado temporalmente de los sacramentos propios de su sacerdocio, por un problema de incontinencia sexual reiterada. Un domingo por la mañana, en la sede de Cáritas Diocesana, en la Avenida de Navarra, me corrí por primera vez, con Saturnino debajo. No sé si esta no es forma de contarlo, pero algo debía decir, aunque sólo fuera de pasada, de mi vida sexual antes de Alicia, cuando yo no sabía que también se podía amar a las mujeres.






Vida cotidiana en el País de Bergegio

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